¡En sus puestos, listos, compren! A medida que se acerca el «viernes negro», los consumidores se van colocando en la línea de salida, los comerciantes cruzan los dedos y todo el mundo se prepara, como cada año, a extasiarse ante este fenómeno procedente de Estados Unidos. Pero, ¿debemos entusiasmarnos de verdad por esta fiesta del consumo a ultranza, reveladora de la ceguera complaciente de la que se beneficia la alta tecnología?
Originaria de Estados Unidos, donde el día siguiente a Acción de Gracias ofrece tradicionalmente el pistoletazo de salida para las compras de Navidad, el «viernes negro» ya es un período comercial decisivo en todo el mundo. En Francia, en 2016, casi de uno de cada dos consumidores se benefició de las operaciones llevadas a cabo en esta ocasión. Esta cifra considerable, asociada a una puesta en escena bien elaborada, suscita año tras año el mismo tipo de reportajes sensacionalistas y comentarios que dejan boquiabiertos, hábilmente sugeridos por los verdaderos maestros de ceremonia del evento que son los fabricantes y los distribuidores de productos tecnológicos.
Con la presentación del nuevo iPhone, el «viernes negro» es el otro gran momento de mercadotecnia del año para el sector de la alta tecnología. A pocas semanas de Navidad, el momento es, de hecho, ideal, para presentar sus últimas innovaciones y hacer descuentos todavía más atractivos, los cuales son más bien raros en este ámbito. Captando toda la atención, los productos tecnológicos son las estrellas indiscutibles del «viernes negro» y de sus semejantes, la «semana loca» y el «ciberlunes», los cuales representan un cuarto de las ventas.

Entre la fascinación colectiva que tienen de cara al fenómeno y su propio discurso promocional, los actores de la tecnología monopolizan así la conversación alrededor del «viernes negro», sin dejar prácticamente ningún lugar para discusiones. Sin embargo, esta celebración consumista constituiría por tanto la ocasión ideal para abrir el debate sobre los pesados impactos sociales y medioambientales de nuestra bulimia digital. Y los temas no faltarían. ¿Qué hay de los minerales originarios de zonas de conflictos, como el coltán de África central, que se encuentran en nuestros smartphones? ¿Qué hay de las condiciones laborales de los obreros del sector, puestas de relieve por los suicidios que tuvieron lugar en Foxconn? ¿Qué hay de la trampa de la obsolescencia programada y de la imposibilidad de reparación de los aparatos? ¿Qué hay, para finalizar, del crecimiento incontrolado de la basura electrónica (RAEE), la cual ascenderá a 50 millones de toneladas en el mundo en 2018?
Naturalmente, el sector no tiene ningún interés en dejar desarrollar un discurso crítico susceptible de poner en entredicho su modelo fundado en los volúmenes (más de 7 mil millones de productos iPhone en diez años) y una carrera desenfrenada por la innovación. Pero resulta sorprendente que la opinión, por regla general tan vigilante cuando se trata de la alimentación, de los productos cosméticos, de los automóviles o de la energía, esté tan callada a este respecto. Con la tecnología, el consumidor parece adoptar la actitud de los tres monos sabios —«no ver el Mal, no escuchar el Mal y no decir el Mal»— y estar brevemente satisfecho por una mercadotecnia ligeramente más sofisticada que aquella de la industria automovilística hace 50 años. La frecuencia del procesador ha sustituido al número de revoluciones por minuto pero nos seguimos contentando igualmente con un argumento técnico vagamente comprensible a cambio de una promesa de rendimiento, de evasión y de símbolo de éxito social.
Estos objetos bonitos, simples, herméticos (tanto en sentido literal como figurado) y capaces de tantas proezas escapan a nuestra comprensión. ¿Vidrio? ¿metal? ¿plástico? Incluso están fabricados a partir de materias que ya no somos capaces de identificar. Tienen tal autoridad sobre nosotros y toman tanta importancia que no nos atrevemos a cuestionarlos. Y tal como en los gloriosos tiempos del coche para nosotros, sus inconvenientes están demasiado lejanos y son (aparentemente) mínimos para resistirnos a la satisfacción de «vivir el tiempo que nos ha tocado» y de la tranquilizadora certeza de no perdernos nada.
Así, ¿cómo no sospechar también de una parte de fatiga en esta ceguera voluntaria? El engaño, la duda y el riesgo son omnipresentes. Todo es sospechoso, todo está contaminado… ¡que nos permitimos soñar una vez un futuro propio, suave y eficaz como un smartphone! En efecto, no se invita al consumidor a desmitificar el dispositivo pero, sobre todo, este no tiene claramente ningún deseo. No obstante, si no abrimos un espacio crítico, ningún modelo alternativo, más sobrio y virtuoso, podrá ver el día para la era digital. Independientemente del ámbito, el cambio solo interviene bajo la presión de las multitudes de consumidores o de votantes. Mientras que las personas no deseen mirar de frente al impacto social y medioambiental dramático del sobreconsumo de productos tecnológicos, la situación seguirá igual. Y este es, sin duda, el aspecto más sombrío del «viernes negro».
Vianney Vaute, co-fundador de Back Market
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